Minsk. O la quebrantable amistad cubano–soviética

 

27313637Durante años, específicamente entre los sesenta y principios de los noventa del siglo XX, la amistad entre Cuba y la Unión Soviética era “inquebrantable”. Así lo rezaban los gigantescos carteles a orillas de las carreteras, a la entrada de las ciudades y en edificios públicos. También la Constitución cubana de 1976 declaraba la ‘amistad fraternal y cooperación solidaria con la Unión Soviética y otros países socialistas’. En 1992, luego de la desaparición del socialismo soviético, tal declaración tuvo que ser modificada, y se convirtió en ‘amistad fraternal y cooperación con todos los pueblos del mundo, especialmente de América Latina y el Caribe’.

Una novela de reciente factura ofrece una perspectiva diferente de los significados que para el individuo tuvieron los treinta años de “amistad inquebrantable” entre Cuba y la Unión Soviética. Dejando de lado la Historia y las macroestructuras políticas e ideológicas, esta obra logra colarse por los intersticios reales, cotidianos, de lo que fue tal relación para mostrar sus lados oscuros, tristes, de los que no se hablaba en el discurso político o en los manuales de escuela.

Ganadora del Premio Cirilo Villaverde 2013, otorgado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, la novela Minsk, del dramaturgo Ulises Rodríguez Febles, narra dos historias paralelas que tienen como escenarios geográficos la ciudad de Moscú, en la antigua Unión Soviética, y Matanzas, en Cuba. La obra fue publicada por Ediciones Unión en el 2014.

El tema del legado soviético en Cuba no es nuevo en la producción artística de Rodríguez Febles. El antecedente directo de Minsk es la obra de teatro Sputnik, estrenada en La Habana por la Compañía Rita Montaner en el 2006, y luego representada también por la Compañía Teatral Hubert de Blanck en el 2007. La obra fue publicada en la antología El Concierto y otras obras (La Habana: Letras Cubanas, 2008), en la que el dramaturgo incluye El concierto, Carnicería, Huevos y Oráculo.

Además del argumento, los personajes y la historia que cuenta, Minsk también le debe mucho al teatro. La trama está dividida en cuadros o unidades espacio–temporales, y esta es una de las estructuras más recurrentes en la concepción dramatúrgica de Rodríguez Febles. En entrevista con Héctor .A. Rivero Díaz, el dramaturgo matancero reconoce la deuda temática con Sputnik, así como la transferencia de algunos personajes de la obra de teatro a la novela.

Minsk está articulada a partir de una estrategia narrativa en clave de contrapunteo entre realidades distintas: la rusa y la cubana, atravesadas por una circunstancia que las afecta a las dos: el fin del socialismo soviético a principios de la década del noventa. Se trata de dos historias de amor binacional de las tantas que se sucedieron durante los años de la Cuba soviética: en Moscú, un estudiante cubano, Pablo, y su novia Lena; en Matanzas, un militar cubano, Carlos, y su esposa soviética Tatiana, y Carlos Igor, el hijo de la pareja. El inicio de ambas relaciones románticas había tenido lugar en suelo soviético, mientras los cubanos estudiaban allá. El diálogo que se establece entre las dos realidades: sus culturas, sus territorios, permite también leer la novela como una alegoría de las complicadas relaciones entre Cuba y la otrora Unión Soviética.

Desde principios de los sesenta y hasta los primeros años de la década de los noventa, el intercambio y la movilidad humana entre los dos países aportaron una cantidad importante de extranjeros a la isla a través de los miles de soviéticos que llegaron como asesores militares, culturales, económicos… Muchas soviéticas llegaron también casadas con cubanos. Mientras, miles y miles de estudiantes de la isla viajaron a ciudades de las diferentes repúblicas soviéticas para cursar estudios técnicos o de nivel superior.

El establecimiento y profundización de estas zonas de contacto –según lo define Mary Louise Pratt[1]: “áreas que permiten la mezcla de dos o más culturas; espacios sociales donde las culturas se encuentran, chocan, y lidian la una con la otra, a menudo en contextos de relaciones altamente asimétricas de poder” (34)– complejizó las relaciones bilaterales y propició el surgimiento de lo que en otros espacios he denominado la comunidad sentimental soviético–cubana[2], principal deudora y exponente de los treinta años de “amistad inquebrantable” entre Cuba y la URSS. En la novela asistimos al fin de esa amistad, boicoteada en la ficción por las muchas traiciones, los muchos desencuentros de personajes moldeados, transformados por la relación binacional. A nivel simbólico, las relaciones entre los personajes: Tatiana y Carlos en Matanzas; Pablo y Lena en Moscú, constituyen el epítome de los desencuentros cubano–soviéticos. La relación entre Carlos y Tatiana está sustentada sobre un lenguaje bélico, de confrontación. Un idioma de la guerra. Finalmente la beligerancia se convierte en agresividad física y los vecinos tienen que intervenir para separarlos, y llevarse a Carlos antes de que matara a Tatiana. También la relación entre Tatiana y su suegra, Juana Estanquillo, está marcada por el desprecio y la sensación de imposición mutua.

La novela desmonta el discurso de la “amistad inquebrantable” al enfocarse en los niveles más íntimos en que se concretó tal “amistad”: el nivel de las relaciones interpersonales y de pareja. Así, vemos que ante el seguro fin de la URSS, los cubanos en Moscú afirman que “Por fin podemos echar pestes de ustedes”, mientras que para Juana Estanquillo, Tatiana no es más que “la aldeana de Smolensk”, una mujer “Con esos vestidos rusos horribles. Un carácter espantoso… Dominante, autosuficiente, variable, insoportable”. Las percepciones mutuas entre ciudadanos de los dos países, sin embargo, abarcan una gama mucho más amplia que el rechazo o el resentimiento.

La relación entre Pablo y Lena, por otra parte, es obstaculizada por la condición de extranjero de él y su imposibilidad de encajar en la nueva configuración socio–económica que vivía la URSS en sus momentos finales. El padre de Lena, un ex funcionario soviético director de una fábrica metalúrgica, es la representación de los nuevos nichos de poder en la Rusia post–socialista: capitalizado a partir de prácticas corruptas, simboliza al nuevo ruso rico para quien lo único importante es la ganancia económica, por cuya protección es capaz incluso de matar.

La mayor parte de los personajes posee un contenido universal que los convierte en arquetipos. Kostia, el hermano de Lena, es el doloroso recuerdo de las guerras soviéticas en Afganistán, adonde fue enviado a combatir y donde perdió un brazo; Pablo es el mulato cubano “lleno de músculos”, hijo de una “revolucionaria” y un “desafecto” a la Revolución; Tatiana es la alegoría de la Unión Soviética: nacida en Smolensk –la tierra de Yuri Gagarin–, en ella se concreta el “estado soviético”: su abuelo era lituano, su abuela era kirguiz. El resto de los personajes funciona de la misma manera como prototipos diferentes.

Una tercera pareja completa y problematiza el panorama de las relaciones bilaterales soviético–cubanas: Katia y Andreiv, un par de técnicos que viven y trabajan en Matanzas, y que son llamados a regresar a la Unión Soviética a principios de los noventa, cuando la URSS estaba a punto de disolverse. La posición que cada uno de ellos asume ante los eventos da cuenta, a su vez, de las intrincadas y polisémicas sensaciones con que a nivel individual fueron percibidos los cambios: mientras ella siente el inminente fin de la URSS como una puerta que se abre hacia nuevas y mejores oportunidades, él se siente traicionado, engañado, con mucha incertidumbre. A diferencia de las historias de las otras parejas, la de esta ocupa un lugar marginal dentro de la narración. Sin embargo, la perspectiva que aporta es fundamental para entender la complejidad y alcances diversos de las relaciones entre los dos países. La presencia de los soviéticos en la isla, con sus barrios, sus tiendas, sus escuelas, sus parques y su vida casi aislada del resto de la sociedad cubana, es una viñeta necesaria para completar la heterogénea realidad de las relaciones soviético–cubanas.

Otros dos personajes tienen un carácter simbólico dentro de la novela: la motocicleta marca Minsk –que le da título a la obra– y la estatua de Alexander Pushkin. Aunque a nivel narrativo están desarrollados de forma inequitativa, ambos son fundamentales para completar el trazo de la cartografía soviético–cubana en las tres décadas de relaciones socialistas. La moto adquiere una preponderancia fundamental al convertirse en el punto de fuga dramático de una de las historias desarrolladas. Su centralidad, además, refleja la relevancia de la materialidad soviética en la vida cubana desde los años sesenta, fecha a partir de la cual la mayor parte de los bienes de consumo para los cubanos, tanto a nivel material como simbólico, eran producidos por los soviéticos. Dentro de la novela, la moto es, por una parte, la posesión material más valiosa y querida que tiene Carlos, y por otra, la moneda de cambio con la que Tatiana intenta conseguir su libertad. O lo que es lo mismo: su regreso a su lugar de origen. Durante toda la sección dedicada a la historia de Carlos y Tatiana, la Minsk aparece una y otra vez como figura central que media la relación entre la pareja. Lo paradójico es que, pese al cuidado y esmero de Carlos para con la moto, la propiedad legal de la misma pertenece a Tatiana, debido a las regulaciones que sobre la propiedad privada han existido hasta muy recientemente en la Cuba post 1959.

Pushkin es otro de los personajes de la trama, en la sección correspondiente a la relación entre Pablo y Lena. Su estatua preside y custodia a los manifestantes en las postrimerías de la Unión Soviética, y se convierte en una especie de fantasma que acompaña también a Pablo en diferentes momentos trágicos. Pushkin–personaje, sin embargo, no alcanza la riqueza dramática del resto de los personajes de la novela y su aparición esporádica parece insuficiente, incluso innecesaria por ratos.

Varios de los personajes de las distintas historias enfrentan la misma desolación ante el fin del socialismo soviético: ya no tienen en qué creer. Todo aquello en lo que habían sido educados, para lo que habían sido educados, no existe más y no encuentran asideros ideológicos. Es lo que le pasa a Pablo, lo que le pasa a Tatiana, a Katia…

Narrativamente algunos de los mayores aciertos de la novela son, por una parte, los intensos monólogos internos de Tatiana –y eventualmente de algún otro personaje– que nos permiten acceder a sitios íntimos a los que no nos puede conducir el narrador, y propician que los lectores la conozcamos a través de un prisma múltiple que enriquece su contenido psicológico contradictorio y que podamos entender sus miedos, sus frustraciones y su incapacidad de adaptarse. Otro de los éxitos de la obra es la presentación de un evento particular desde el punto de vista de varios personajes, lo que facilita una mirada circular, más completa por parte del lector. Los momentos climáticos del drama está muy bien dosificados a través de toda la narración, lo que logra mantener la atención del lector, y su curiosidad, de capítulo a capítulo, de página a página.

La trama de Minsk se coloca en el epicentro de los cambios que dieron al traste con la Unión Soviética y al descalabro inicial, en todos los sentidos, que afectó a la sociedad en su conjunto, pero de manera más directa y personal a los individuos. Minsk no es, sin embargo, una novela sobre la URSS. Tampoco es una novela política aunque el escenario sobre el que se mueven los diferentes relatos esté atravesado por los cambios políticos. Es, sobre todo, una novela humana: el hombre frente a la historia, y la zozobra ante las encrucijadas en las cuales debe tomar una decisión. Pero también el hombre como padre, el amor filial, la lucha, la separación de las familias. El desenlace de cada de una de las tramas que sustenta la narración podría dejarnos con un sabor de desesperanza: la muerte, la separación, el desamparo. Sin embargo, por debajo de todas estas tragedias del hombre arrastrado por una vorágine que no puede controlar, como la historia o la política, queda el rastro de cierta esperanza en la condición humana, en la capacidad de enfrentar la adversidad y tomar decisiones a nivel individual, de la búsqueda del amor y la libertad.

Los problemas que se cuentan en la novela podrían ser autobiográficos: se narran con la certeza de quien conoce de primera mano aquello de lo que habla. Además de alguna transliteración que pudiéramos encontrar –como dakantzá–, hay fragmentos íntegros que funcionan como intertextualidades rusas/soviéticas: el simbolismo del camachuelo de Tatiana, la isba de su abuela, el culto a Iván Kupala o la celebración de la llegada del verano… Hay páginas enteras que son referencias directas a Rusia y sus costumbres. Y es que Rodríguez Febles pertenece a la comunidad sentimental soviético–cubana a la que nos referíamos antes: nacido a fines de los sesenta, su educación formal y sentimental está fuertemente ligada a referentes soviéticos. El universo imaginario ruso y la realidad de las relaciones entre Cuba y la Unión Soviética forman parte de su acervo cultural y sentimental.

Minsk podría ser calificada como una novela histórica, en el sentido otorgado por György Lukács[3]:

Hay una cosa tal como la historia, que es un proceso ininterrumpido de cambios y que finalmente tiene un efecto directo sobre la vida de cada individuo (23).

Lo que importa, por tanto, en la novela histórica no es el recuento de los grandes acontecimientos históricos, sino el despertar poético de las personas que figuraban en esos eventos. Lo que importa es que debemos volver a experimentar los motivos sociales y humanos que llevaron a los hombres a pensar, sentir y actuar como lo hicieron en la realidad histórica. (42)

El principal mérito de Minsk está en que, pese a ser una novela muy cubana, esquiva eficazmente los lugares comunes en los que lamentablemente suele caer parte de la literatura cubana de los últimos tiempos, y se convierte en una novela universal con tipos históricos cuya resonancia podría sobrevivir el momento coyuntural en que ha sido escrita. Esta primera novela de Ulises Rodríguez Febles deja al lector ansioso ante la expectativa de las próximas que ya se esperan de su ingenio.

 

 

Notas:

 

[1] Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation. London: Routledge, 1992. (traducción mía).

[2] En términos generales, afirmo que la comunidad sentimental soviético–cubana comprende al menos a dos generaciones de cubanos, aquellos nacidos entre los años 60 y 80 en Cuba, para quienes la exposición sin precedentes a la cultura rusa debido al proceso de sovietización de la sociedad cubana, propició la formación de una comunidad imaginada y sentimental que se sabe única e irrepetible. Para una profundización mayor recomiendo el artículo “‘Cuba soviética’: el baile (casi) imposible de la polka y el guaguancó”. La Gaceta de Cuba. Dossier “Nostalgia de Misha”. No. 1. Enero-febrero, 2010, 3-5, y el libro Escrito en cirílico: el ideal soviético en la cultura cubana posnoventa (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2012).

 

[3] The historical novel. Nebraska: University of Nebraska Press, 1983. (mi traducción).

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